Por Rogelio Alaniz / Ese sábado de diciembre estábamos viviendo un tiempo fundacional y como suele ocurrir con los grandes procesos históricos, los protagonistas de aquellas jornadas no éramos del todo concientes de sus alcances. La historia, en su despliegue humano, nos iría confirmando que la democracia no era un lujo, un capricho o una pausa en la prolongada saga autoritaria abierta el 6 de septiembre de 1930. Después llegaron otros desafíos y otras incertidumbres, otros miedos y otras esperanzas, pero el 10 de diciembre de 1983 la historia argentina dio vuelta la página y la brillante profecía del Preámbulo de la Constitución, recitado por Alfonsín con la cadencia de una oración laica empezó a hacerse realidad. Lo nuevo no era que la democracia reemplazara a una dictadura, sino que ponía punto final a un régimen vigente desde hacía más de cincuenta años; lo nuevo era que el peronismo del pacto sindical militar, de la amnistía a los militares y el incendio de sarcófagos, había sido derrotado. La otra novedad a registrar era que la democracia dejaba de ser el interregno entre dos experimentos autoritarios.
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