Por José Antonio Artusi
Veo muchas preguntas acerca de cómo serán las ciudades post-pandemia. Es una excelente pregunta, con muy difíciles respuestas; pero no nos ayuda demasiado, porque la verdad es que no sabemos cómo serán. Parece más útil preguntarnos cómo queremos que sean, y partir de responder una pregunta previa que parece obvia pero no lo es ¿cómo son? ¿por qué son cómo son?, y finalmente: ¿cómo podemos construir las ciudades que queremos? ¿cómo llegamos a ese futuro deseado a partir de un presente que en tantos sentidos no nos satisface?.
Que no se pueda predecir el futuro no quiere decir que no se puedan prever escenarios. Ni la improvisación ni el recurrir a modelos de planificación obsoletos que fracasaron de manera contundente y reiterada en el pasado pueden ser alternativas válidas. De modo tal que no podemos prescindir de la tantas veces denostada herramienta de la planificación. Por varias razones, pero básicamente por algo tan simple y contundente como que “el que no planifica es víctima de algún planificador”, al decir de Mario Bunge.
En momentos de incertidumbre, de escenarios complejos, dinámicos, conflictivos, cuando las categorías de análisis parecen tambalear ante tantas transformaciones, cuando el futuro parece opaco y más difícil de avizorar que nunca, cuando el camino que se nos presenta por delante aparece cubierto por una espesa neblina que no nos dejar ver lo que viene; es precisamente en estos momentos cuando más se necesita planificar con verdadero sentido estratégico, con plena conciencia de nuestras limitaciones y restricciones, y sabiendo que necesitamos herramientas que funcionen, más allá de las denominaciones y los rótulos, que a veces responden a marcos teóricos más o menos sólidos y a veces no son más que palabrerío diseñado para defender determinados intereses o mera estrategia de marketing.
La permanente necesidad de tecnificar la política y politizar la técnica se nos muestra con toda su vigencia. El urbanismo es una dimensión de la política, y la política no podrá prescindir de los aportes técnicos que las disciplinas urbanísticas, y otras, integradas, pueden proveer.
La crisis de la pandemia nos dejará sociedades y ciudades más pobres y más desiguales, en un continente como el nuestro que ya era, y seguirá siendo, el más desigual del planeta.
Las ciudades deberán enfrentar nuevos y viejos problemas, la mayoría de éstos últimos agravados. Pero de algo podemos estar seguros, ya no volverán a ser lo que eran; el impacto de la pandemia y sus derivaciones es de tal magnitud que no tiene ningún sentido pretender volver a una supuesta normalidad pre-pandemia. Primero sencillamente porque será imposible, pero además porque deberíamos aprovechar realmente la crisis como una oportunidad para identificar y visibilizar problemas (y eventuales soluciones) que ya estaban pero que por alguna razón habíamos naturalizado, al punto de no considerarlos problemas evitables, o no abordarlos de manera eficiente en el diseño de las políticas públicas. Un claro ejemplo en este sentido lo constituyen lo que podríamos denominar algunas externalidades positivas de la respuesta más generalizada a la pandemia, o sea la cuarentena, y la paralización de muchas actividades. Una de estas externalidades positivas, o sea resultados no buscados pero esperables y favorables, está dado por el descenso en los casos de lesiones y muertes como consecuencia de accidentes de tránsito (¿no deberíamos tener estadísticas públicas, al menos semanales o mensuales, que nos permitan construir la curva epidemiológica de esta patología, la principal causa de muertes en la población joven en nuestro país?). ¿Volver a la “normalidad” implica resignarnos a tener nuevamente un promedio de 19 muertes por día por la siniestralidad vial en la Argentina, como el año 2019? No parece demasiado sensato.
Por otro lado la pandemia nos ha mostrado algunos problemas urbanos que tienen una íntima relación con la salud. Como en sus orígenes, el urbanismo se vuelve a nutrir del higienismo.
No son problemas nuevos, estaban ahí, y seguirán estando, pero ahora tenemos la oportunidad de que la mayor visibilidad que han adquirido nos empuje a encontrar maneras innovadoras y efectivas de solucionarlos, dado que muchos obedecen a cuestiones estructurales que han cosechado muchos más fracasos que éxitos.
Pensemos en los déficits habitacionales y en la informalidad urbana, en los más de 4000 “barrios populares” (villas y asentamientos informales) relevados por el Renabap en 2016, más lo que deben hacer crecido en estos 4 años, más los nuevos que han surgido, como consecuencia de la incapacidad del Estado y de la sociedad para garantizar a amplias franjas de su población más vulnerable el acceso efectivo al derecho constitucional a una vivienda digna. No podemos mirar para el costado ni pretender que el problema se solucionará solo, como por arte de magia. La sanción de la ley que declaró de interés público su urbanización e integración, prácticamente por unanimidad en 2018, fue un avance, necesario pero claramente insuficiente. Si no se pone en marcha un plan que articule los esfuerzos de la Nación, las provincias y los municipios, que contemple la participación de los beneficiarios, y fundamentalmente si no se encuentran mecanismos viables y sostenibles de financiación de los proyectos que una epopeya de esta naturaleza requiere, la ley habrá servido para poco y quedará como una más de las grandes frustraciones nacionales. Hasta ahora, el esbozo de un plan concreto en ese sentido es una asignatura pendiente. En este sentido no puede dejarse de señalar que – tal como nos lo recordara Joan Clos en Mendoza hace un par de años, en ocasión del Foro Nacional Urbano – la urbanización genera más valor del que cuesta. El problema, en todo caso, es cómo recuperar al menos parcialmente las valorizaciones del suelo generadas por la inversión pública y privada y reciclar esos recuperos en nuevos programas y proyectos de vivienda, equipamientos y servicios públicos que comiencen a generar un círculo virtuoso de desarrollo, valorización, recupero e inversión para la integración socio-urbana. Este enfoque nos debería llevar a considerar a las villas y asentamientos no como unidades aisladas sino como piezas que forman parte de sectores urbanos, que se integren efectivamente a la ciudad y que dejen de ser progresivamente ghettos estigmatizados.
Las villas y asentamientos son una de las formas del hábitat urbano que reflejan la consolidación de ciudades cada vez más segregadas, pero no la única. La vivienda social financiada por el Estado ha sido, lamentablemente, otra tendencia en este sentido desde hace muchos años. Como consecuencia de la falta de políticas de suelo eficaces que permitan disponer parcelas adecuadas en áreas consolidadas con este fin, se ha consolidado una perversa tendencia hacia la localización cada vez más periférica de los conjuntos de viviendas, en áreas aisladas, distantes de los centros urbanos, desconectadas, en tejidos dispersos, de baja densidad, desprovistos de adecuados equipamientos y redes de servicios públicos, así como de espacios verdes y públicos de calidad, carentes de la complejidad y la mixtura de usos que hacen a la esencia de la ciudad.
Y otra forma de segregación son las urbanizaciones cerradas, una suerte de autosegregación en este caso. Cierto nivel de segregación residencial siempre hubo, reconozcámoslo; ya Platón nos alertaba acerca de que toda ciudad eran en realidad una ciudad dual, la de los pobres y la de los ricos. No tiene sentido idealizar de manera romántica las ciudades del pasado, pero sí reconocer que podemos mejorarlas reconociendo precisamente lo que tenían o tienen de bueno, y reaccionando a tiempo frente a tendencias negativas como estas que comentamos, que la transforman cada vez más en una NO-ciudad, en urbanizaciones desprovistas de los atributos civilizatorios e integradores que la ciudad supo tener, al menos como una aspiración en ciertos casos, y como logros concretos en otros; complejidad, diversidad, convivencia, integración, calidad de vida, eficiencia, economías de escala, oportunidades de trabajo y educación, movilidad social, progreso, libertad, seguridad, cultura, salud, deporte, equilibro entre vida comunitaria e intimidad doméstica, etc.. Estas urbanizaciones anti-urbanas, si cabe el oxímoron, actúan de manera conjunta, y afectan sobre todo a las periferias de nuestras ciudades, consolidando ghettos cada vez más segregados, de pobres excluídos en las villas y asentamientos, de sectores medios y bajos en los conjuntos de vivienda social, y de clases medias y altas en las urbanizaciones cerradas. En contraste, los centros urbanos y las áreas residenciales tradicionales resisten como pueden estos embates, con espacios públicos a veces deteriorados por la expulsión de sectores populares, por el abandono de sectores de alto poder adquisitivo que huyen a las periferias privatizadas, y por una crisis de la calidad ambiental y la seguridad del espacio público, muchas veces reducido a mero canal de circulación de flujos de transporte, más ocupado por vehículos que por personas.
La pandemia y sus consecuencias arrojan una serie de amenazas a la posibilidad de revertir estos procesos, que debemos analizar cuidadosamente. Ya se están viendo expresiones que señalan a la densidad (y sin decirlo, a las ciudades) como “culpables” de la expansión de la pandemia en grandes metrópolis como Nueva York, ignorando la complejidad y multicausalidad del fenómeno, y ocultando que en realidad los niveles mayores de contagio en esa ciudad, por ejemplo, están más vinculados a patrones de hacinamiento y de niveles de ingreso y perfiles laborales que de densidad demográfica propiamente dicha. Pero que estos discursos anti densidad, anti urbanos en definitiva, impregnen los imaginarios sociales constituye un riesgo cierto frente al que debemos estar alertas. Una forma sutil, o no tanto, de promocionar ciertos desarrollos inmobiliarios podría ser instar a abandonar la ciudad “insegura” (no ya sólo desde el punto de vista de la violencia y el delito, sino desde la salud) y buscar refugio en enclaves aislados y amurallados, higiénicos y asépticos. Una apelación a la “desurbanización” que ya hemos visto en alguna oportunidad, utilizada por creativos publicitarios que concibieron un comercial para promocionar un auto en el que el mensaje principal era precisamente “desurbanizate”, y donde se mostraba un fuerte contraste entre el interior del auto, calmo y apacible, y el exterior, o sea la ciudad, caótico y conflictivo. Este riesgo va de la mano con otro, que es culpar también al transporte público, sin el que ninguna ciudad de cierta escala puede funcionar eficientemente. Por lo tanto la “receta”, inviable pero potencialmente seductora para algunos, podría ser apelar a cada vez menos densidad y compacidad y más utilización del automóvil particular, un modelo insostenible que en los Estados Unidos mostró claramente sus peligros y limitaciones, en términos de la capacidad de generar “ciudad” pero también en términos de eficiencia energética y racionalidad ambiental, y que además en nuestros países con escasos recursos sólo sería accesible a unos pocos.
Con el término “ciudad” podemos en nuestro idioma referirnos a varios conceptos o dimensiones. Estas dimensiones de la ciudad están bien reflejadas en palabras de la antigüedad clásica: la “urbs” (la dimensión física, el soporte material, la ciudad construida sobre un ambiente natural); la “civitas” (la dimensión social, ciudadana, económica, la comunidad de personas que comparten un espacio para vivir y procurar satisfacer necesidades comunes, la del intercambio); y la “polis” (la dimensión política, la de las instituciones y formas de gobierno que se da esa comunidad para administrar la cosa pública).
La alternativa a estas tendencias, que se verificaban en la práctica antes de la pandemia y que pueden verse ahora potenciadas por el miedo, no es otra que el perenne desafío de construir “ciudades”, en el sentido pleno del término, que sean a la vez “urbs” eficientes y sostenibles, “civitas” integradas, prósperas y seguras, y “polis” democráticas, justas y participativas. Ciudades en las que la densidad no signifique hacinamiento, donde sea placentero (y posible) caminar, donde los derechos a la vivienda digna y al hábitat adecuado para el desarrollo humano sean una realidad concreta y no una aspiración utópica, donde el espacio público de calidad sea el ámbito del encuentro y la socialización, de la política y la cultura. Ciudades en definitiva que sean el ámbito propicio para el ejercicio de la libertad por parte de ciudadanos que la comparten con igualdad de derechos y de oportunidades.-
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