Por Diego Barovero / Si hay una figura capaz de representar al hombre como animal político sin duda es la de Ricardo Balbín, de cuyo nacimiento se cumplieron 110 años. Es que el ejemplo de Balbín, su actitud de entrega desinteresada a una causa, la lucha por un ideal, la constante honradez intelectual de decir lo que se piensa y actuar como se dice ha trascendido las fronteras caprichosas de las divisas partidarias.
En un tiempo en que la política y los políticos aparecen desprestigiados; en que los valores morales y la honradez son bienes escasos; en que la imposición suprime el diálogo y el pragmatismo se impone a la convicción; es bueno recordar a Balbín.
Toda la vida pública de Balbín está dominada por el concepto de la institucionalidad del partido político como vehículo insustituible de la representación democrática, sin el cual la sociedad es presa fácil de los totalitarismos de todo signo. Su máximo servicio a su partido, la UCR fue precisamente el de mantenerlo cohesionado, articulado y en funcionamiento a lo largo y ancho de todo el país, contando con un caudal de sufragios populares nada despreciable. Si hubo un 30 de octubre de 1983 en que en comicios libres triunfó la UCR y su candidato Raúl Alfónsín, es porque la UCR llegó unida e incólume tras el largo período en que la condujo Ricardo Balbín.
Balbín fue un orador brillante que encarnó el sentimiento de una amplia porción de argentinos, radicales o no, que le reconocían el coraje cívico de decir las cosas por su nombre, aunque con un lenguaje florido, en el ambiente saturado de opresión y censura que caracterizó al primer peronismo. En un sistema en el que se privilegiaba la delación, la obsecuencia y la prepotencia que cercenaban la libertad de pensamiento y expresión de los ciudadanos, Ricardo Balbín parado sobre una improvisada tarima de madera en cualquier plaza pública, un micrófono y un par de altoparlantes era la encarnación de un anhelo de libertad . Capaz de denunciar con valentía la brutalidad oficial en la imposición de criterios e ideas, era sensible al reconocer la defensa del interés nacional y la satisfacción de las necesidades sociales por parte del peronismo.
Los años de proscripción peronista lo encontraron procurando construir una alternativa política que fuera capaz de canalizar la voluntad de las mayorías privadas de la posibilidad de votar a su líder. Derrotado una y otra vez en los comicios, tuvo la entereza de reconocer el momento en que debía dar un paso al costado para promover el triunfo de su partido de la mano de otro candidato, posibilitando así el triunfo legítimo de Arturo Umberto Illia, que presidió uno de los mejores gobiernos del siglo XX.
En la convicción que no podía construirse una institucionalidad sólidamente asentada si no se aseguraba la participación del peronismo en los procesos electorales, desprovisto de todo interés mezquino y convencido de servir a la Nación, fue capaz de perdonar agravios, persecución y cárcel para sellar la unidad de las mayorías populares. Un viejo peronista, testigo de aquel momento, me ha dicho que Balbín no saltó una tapia, sino que saltó la historia. Su "viejo adversario" convertido en "amigo" comprendió y valoró el gesto, aunque ya era tarde, para él en particular y para los argentinos en general. La larga y negra noche que se cernía sobre el país desplegó todo su potencial de violencia, horror y muerte. A pesar de las interpretaciones malintencionadas, Balbín estuvo a la altura de las circunstancias. Salvó las vidas que pudo y se dolió de las que no pudo salvar.
Su último gran aporte fue convocar a principios de los ochenta a la multipartidaria en torno a su lecho de enfermo para que buscaran los denominadores comunes que posibilitaran nuevamente la apertura democrática. No pudo ver el renacer de la república y la vigencia de la Constitución Nacional como él lo había soñado. Pero todavía disfrutamos afortunadamente de la democracia por la que Balbín luchó denodadamente.
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